VOLVER A MADRID

Ahora ya sí. Se acabó el mes de transición. He vuelto a Madrid. He dejado mi casa y mis llaves. He repartido cajas y maletas. He vuelto por tercera vez a la ciudad en la que cada despedida creo que será la última.

Tiene sus cosas buenas. Dejar la vida de freelance hace que ya no pase tantas horas al día sola con el riesgo que ello suponía para mi salud mental. Pero echo de menos esos momentos. Ahora estoy demasiadas horas rodeada de demasiada gente. Gente que pasa por la calle. Gente en el metro. En el ascensor del trabajo. Caras desconocidas. Yo saludo, claro. Pero es gente que no me importa. A ver, si les pasase algo me daría pena. Pero no me importan. La gente que me importa no está conmigo el 90% del tiempo. Y eso es algo con lo que tengo que vivir. 

Así que me toca estar conmigo. Aguantarme todo el día, como antes, y aguantar a otra gente.

Pero es que estaba muy bien donde estaba. Estaba en casa. Y como en casa, en ninguna parte, se suele decir. Bien, pues había conseguido tener mi casa. La primera de total independencia. Aunque técnicamente mientras el señor de gafas oscuras me siga pagando el móvil seguiré dependiendo de él, de su bondad y de su poco interés por investigar en las facturas de Movistar.

Además esta casa estaba cerca de mi antigua casa. Eso está bien porque por mucho que la señora que calceta me diga que “No te voy a vivir toda la vida” yo sé que ella está ahí para esas cosas de las que mi vida no depende pero que en la práctica, la hacen mucho más fácil. Que si un tupper, un desayuno continental, un vestido a la tintorería, un remiendo en un pantalón, encontrar las gafas, darme las llaves de repuesto porque a mí se me olvidaron dentro…

Pero sobre todo, esta casa estaba habitada por dos seres a los que ya quería y a los cuales ahora simplemente venero como las señoras devotísimas que van a misa los domingos y rezan a sus santos con una fe que queda fuera de toda perturbación. A mi San Diegas y a mi San Boryi que no me los toque nadie.

El primero, ante la aún lejana posibilidad de irme, en una de esas tantas noches en las que acabamos cerrando último local y abriendo el nuestro propio a quien quisiera venir a desayunar y a hacer uso del sofá, me rodeó con el brazo y me dijo que iba a estar muy triste. Diego a esas horas es un hombre de pocas pero contundentes palabras. 

Con ambos acabé otra de esas noches alegres en ese mismo local en el que tanto pasa y tan poco se recuerda. Haciendo una exaltación de la fraternidad y de la convivencia primil que hizo que se me saltasen las lágrimas. No es este un hecho difícil y tal vez necesito un fontanero pues tengo goteras a menudo, pero fueron inevitables ante el deseo de ambos del hundimiento total de la empresa que hoy me paga y por la que me tuve que venir al centro. De esta forma me vería obligada a volver a Vigo. A mi vida cómoda. Con ellos, claro. Porque si vuelvo, será con ellos. 

Y “a quién le vamos a robar ibuprofenos?” y “a quién voy a despertar?”“a quién vamos a comprar hummus y tentar con pedir Burger?” 

Me gusta cuando al cabo de un tiempo tienes cogido el truco a un piso. Cuando te acostumbras a sus habitantes y a sus pequeñas particularidades. Sólo entonces estás realmente en casa. A menudo la basura estaba llena de restos de comida basura y había cientos de tuppers con sus respectivas tapas naranjas por la cocina. En el lugar de la lavadora, una tina llena de botas de fútbol y espinilleras me recordaba que vivía con deportistas de élite. La nevera no cerraba bien y me convertí en una auténtica maestra en el arte de regular el grifo con el pie cuando al agua le daba por salir de repente del infierno y a continuación de la Antártida. 

Yo estaba muy bien ahí. Pero me hicieron saltar a un tren en marcha casi literalmente e irme. Sin tiempo para dudar. Lloré hasta Zamora. Después se me pasó. 

Así es Madrid. Intégrate o desintégrate. Volvieron de golpe los madrugones, los empujones, las prisas. Las horas perdidas recorriendo la ciudad para llegar a una casa que aún tienes que hacer(te). Sabiendo además que es todo temporal. Otra vez. Porque mi casa está en Vigo.

Hoy puedo decir que estoy encantada. De verdad. Pero se me partió el corazón al dejarlos. A mis dos guardaespaldas. A mis amigas de diario que seguirán siéndolo virtualmente y a las que, con suerte, una vez cada mesypoco volveré a abrazar. Me da muchísima pena pensar que me voy a perder cada nueva palabra de Martina y cada nuevo descubrimiento de Roque. No me gusta que mis padres vuelvan a ser voces al otro lado del teléfono y no estar en esas comidas de los sábados que servían para medirnos los pulsos y los tiempos. Pero “es lo que hay”. Y “es lo que hay” es una frase que odio.

Recogí las últimas cajas, metí en la maleta los abrigos, despegué las últimas fotos de la pared y el calendario de septiembre. Ponía “septiembre se va y tú te quedas”. Pero era mentira.

Volví para apagar la luz. Ese ya no es mi cuarto.

Aquí nadie me dice “Prima qué?” Pero aún así sé que seré feliz. La resiliencia es una buena cosa.

Tiene gracia que haya titulado esta entrada “Volver a Madrid” cuando en realidad es un “Hasta pronto, Vigo

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ALGUNAS PEQUEÑAS COSAS QUE HACEN QUE LA VIDA VALGA LA PENA (VOL XXII)

Anteriores ediciones aquí (hacia abajo)
 

Hacer un ruido con la boca y que el que tienes al lado en el sofá se ría y te imite

Que a los dos minutos estemos todos los del salón haciendo una competición de silbidos

Dormir la siesta en el sofá

Llorar con una película 

Llegar al andén apurada y que desde el vagón alguien te anime a correr que seguro que llegas. Y conseguirlo 

Escuchar un villancico cuando aún no toca y venirse arribísima

Que Martina diga “Hola madrina" o al menos lo intente

Cruzar la Castellana un día de otoño con sol y sin mucho tráfico y mirar hacia los lados

Las reuniones con las niñas del Colegio Mayor con conversaciones sobre trabajos y no sobre exámenes

La teoría del taxista con acento extranjero que me lleva a Atocha y se disculpa a cada momento porque es su segundo día y no sabe ni cómo ir. Al llegar recuerda los atentados y me dice que están locos. Que quieren matar y punto. Que si fuese por hambre, es mucho más fácil coger una barra de pan que un kalashnikov

Compartir reflexiones sobre tu profesión con alguien que viene de la otra parte del mundo y comprobar que hay cosas que son iguales para todos

Descubrir que me gusta la cerveza artesana

Las personas educadas

Esas fotos en las que se ve a gente riéndose mucho, pasándolo realmente bien

O esas otras que han estado en tu casa desde siempre 

Un paseo en un coche antiguo descapotable

Un abrazo.

El contacto piel con piel

Las bombillas grandes y amarillas que cuelgan de cables rojos 

Un mensaje en un graffiti, en una pared, en una calle, en un día cualquiera

El clima de noviembre de 2015

Que te digan “Quiero estar contigo”

Una xuntanza de gallegos en Madrid para ver el Derbi. Del Depor y del Celta pero nos une la comida...y el albariño

Echar de menos a alguien 

Volver a verse

Un audio en whatsapp en un privado inesperado 

Ponerse gafas y ver todo en HD

Que te respondan “Sí quiero”

Volver a andar en bici

Pasear con música, frío y bien abrigado

Los colores del otoño

Ver cómo se relaja la expresión de alguien cuando en una discusión tiene razón y por fin se la das

Un brazo que te rodea de repente por la noche

Que tus primos hermanos te manden un vídeo a las 8 de la mañana desde tu antiguo cuarto cantándote “Carmela, loló, loló!!!”

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