Resulta que hace 10 años estallaba el escándalo Lewinsky. Dos lustros desde que el señor Clinton, del que siempre me hizo gracia su expresión de “american boy” simpaticote y ese contraste entre la blancura peluda y la rojez de la tez), aparecía muy serio jurando no haber tenido relaciones con esa mujer. Esa que en mi recuerdo destaca por la rechonchez y el melenón negro carbón.
Y aquel vestido! La mancha del delito! Y la señora del susodicho? Capeando el temporal, apoyando a su esposo. Ya por aquel entonces me preguntaba yo qué necesidad tenía de aguantar tan estoicamente en vez de mandarlo a tomar viento como haría cualquiera que pudiese. Y la respuesta me la dio el tiempo.
Porque resulta que hoy por hoy el apellido Clinton, ese con el que nadie pudo evitar hacer la broma acerca de la sonoridad del timbre de la Casa Blanca, vuelve a la primera plana. Senadora primero y candidata después, la señora Hillary ha sabido vengarse del tiempo que le tocó vivir, con un plato que más que frío está congelado. Y nadie, al margen de si traerá de vuelta a las tropas, si cambiará la sanidad, la educación, o la política exterior, al margen de si hará una mala política o una peor, le puede negar el mérito.
Por todo ello creo que la señora Clinton aunque no gane las elecciones, es ya una ganadora.
En cambio, solemos acercarnos, identificarnos y simpatizar más con el personaje perdedor. No sé si nos provoca ternura o simplemente despierta nuestro sentimiento de protección al desfavorecido. Es un ser vulnerable, no constituye una amenaza (o eso creemos) y por eso bajamos la guardia.
El perdedor es el ganador moral en todas las películas. Todos se quedan con el borracho de Rick, antes que con el líder de la Resistencia, ellos porque ven en él al autentico Gentleman, a pesar de que la chica se la quede el otro y ellas porque, para qué engañarnos, siempre nos han ido más los chicos malos.
No tiene sentido pero es así.
En la vida real, no tanto. No nos educan para perdedores ni nos preparan para encajar la amarga derrota que de pronto nos desarma y nos quita el aliento. Desde el chaval que pierde jugando al fútbol, el que pierde el bus, hasta el que lo hace ante un tribunal de oposición. La vida está llena de derrotas y derrotitas.
Lo único bueno de perder es que aprendemos. Nos damos cuenta de que hay que levantarse y seguir. De que hay gente que, a pesar de todo. o gracias a esto, nos apoya y sobre todo somos conscientes de que volveremos a tropezar incluso con la misma piedra pero nunca hay que darse por vencido.
Ahí radica la diferencia. Un perdedor tira la toalla. Un derrotado puede serlo una y mil veces pero jamás se rendirá.
Al fin y al cabo hay que seguir luchando. Si no, qué nos queda?
[Pendiente de revisión pero me llama el colchón]